Nos encantan las historias. Más de 16 millones de personas vieron el primer episodio de la séptima temporada de Juego de Tronos cuando se estrenó hace unas semanas. Será por pura diversión o ¿es qué necesitamos consumir historias?
Nuestros cerebros parecen ser unas “esponjas de cultura” con un apetito casi insaciable para las narrativas. Según el diccionario, una narrativa es una manera particular de entender o explicar una serie de acontecimientos. Esta definición abarca dos conceptos importantes. Para empezar, una narrativa es más que una simple lista de eventos: contiene una intención explícita o implícita de inferir leyes de causa y efecto de lo sucedido. Si te construyes una “casa de paja” y viene un “lobo”… Visto así, las narrativas alimentan la capacidad de solucionar problemas de nuestros cerebros. Las historias que más nos resuenan las acabamos integrando en nuestras creencias centrales y pueden dictar cómo nos comportamos – o cómo creemos que los demás deberían comportarse – ante una situación. En otras palabras, forman parte de una cultura o un código moral. Como ejemplo, todos los textos de las religiones más importantes del mundo están escritos en formato de narrativa (en vez de un manual de instrucciones o una lista de deberes y recompensas). Hoy en día las series de televisión parecen ser los elementos de nuestra cultura que más influyen en la formación de una moralidad colectiva.
El segundo concepto importante es el de la subjetividad. Las narrativas sólo cuentan una versión particular de la historia: no sabemos a ciencia cierta si la misma secuencia de eventos siempre conduce al mismo resultado. En nuestra receptividad ante la historia que nos cuentan influyen la coherencia de la narrativa con nuestras creencias centrales, la autoridad y la autenticidad del narrador. Si empatizamos con el narrador, internalizamos su historia como si la hubiéramos vivido nosotros. Se han identificado neuronas espejo que se activan tanto cuando actuamos como cuando vemos a otra persona emprender la misma acción. Se cree que sirven como un “simulador” de otras personas, que nos ayuda a revelar sus intenciones y a predecir su comportamiento. Sin embargo, sentimos las emociones de la misma manera que si fuesen provocadas por nuestras propias vivencias.
El pasado 6 de agosto estuve en Hiroshima donde, hacía exactamente 72 años, cayó la primera bomba atómica sobre una población civil. Lo más impactante no fueron las fotos ni los artefactos, sino los testimonios de los supervivientes del bombardeo. La brecha entre la calma con la que contaban las atrocidades que habían experimentado y las emociones que me provocaban sus palabras evidenció el largo y duro viaje emocional que habían sufrido.
Historias para vender
Existen muchos libros de psicología popular que aprovechan las narrativas para transmitir sus mensajes – por ejemplo, los libros de Malcolm Gladwell, Daniel Goleman o Tim Harford. Si quitásemos todas las anécdotas, seguramente podríamos destilar esos libros en unas líneas escuetas de sabiduría pura. De hecho, esto es exactamente lo que propone Blinkist, una aplicación que comprime miles de libros de liderazgo y auto-ayuda en mordiscos de 15 minutos para que puedas absorber más en menos tiempo. Me hago la pregunta de si realmente podemos integrar los aprendizajes con la misma eficacia sin contextos aparentemente superfluos. Se ha demostrado que podemos retener entre 6 y 7 veces más cantidad de información si la incorporamos en un cuento.
Una presentación de PowerPoint puede ser una manera fantástica de contar (o vender) una historia y complementar la información bruta que queremos transmitir. Como dicen, una imagen vale más que mil palabras. Sin embargo, muchas veces lo hacemos al revés: la presentación contiene demasiada información bruta que acaba distrayendo la atención de la audiencia de la persona que está contando la historia.
Atribuimos un valor a objetos que tienen una historia, desde un reloj que pertenecía al abuelo hasta casos absurdos como el pelo de Justin Bieber ($40,000) o un chicle masticado por Britney Spears ($14,000). Las marcas se han dado cuenta que no sólo venden un producto sino una historia. Si el producto es qué producen y sus valores son cómo lo producen, su historia es el por qué o su propósito. Para saber cuál es nuestro propósito, tenemos que tener consciencia de nuestras creencias centrales.
Los políticos también son muy conscientes del poder de las historias. En 1955 en Alabama, Rosa Parks se negó a ceder su asiento del autobús a un blanco, lo cual constituía entonces un delito por el que fue encarcelada. Los organizadores de la NAACP (Sociedad Nacional para el Avance de Personas de Color) se dieron cuenta de que Rosa era una candidata perfecta para su causa y su historia llegó a ser un símbolo importante en el Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos. Hay ejemplos abundantes de cambios sociales y políticos que han sucedido como consecuencia de la acción de una sola persona.
La historia del “yo”
Si lo piensas, el concepto que tenemos de nosotros mismos también es una narrativa: una serie de cosas que nos han pasado o que hemos hecho (acontecimientos) y unos rasgos de carácter (una manera particular de explicar o entender los acontecimientos). Puedes hacer un experimento si quieres: cada vez que utilizas la palabra “yo” o “mi”, toma nota de si te estás refiriendo a tu historia, o a cómo te sientes o a qué piensas ahora.
En un mundo “VUCA” (volátil, incierto, complejo y ambiguo) somos lo único que no cambia. O, mejor dicho, nuestro auto-concepto nos parece ser lo único que no cambia. En los años 60, dos neurólogos – Michael Gazzaniga y Roger Sperry – realizaron unas investigaciones con personas que tenían los dos lados del cerebro separados como consecuencia de una cirugía para tratar la epilepsia (como el caso del paciente en el episodio “Both Sides Now” de la serie de televisión House M.D.). Enseñaban una instrucción al ojo izquierdo (que procesa el lado derecho del cerebro) – por ejemplo “anda” – y el participante se echaba a andar. Lo curioso fue que, al preguntarle por qué estaba andando, en vez de decir “Por qué me lo has pedido” se inventaba una razón (por ejemplo, “Tengo sed y voy a la máquina expendedora”) de la cual estaba totalmente convencido. La explicación que dieron Gazzaniga y Sperry es que el lado izquierda del cerebro – que no estaba enterado de la instrucción – creaba una historia sobre la marcha para proporcionar coherencia a las acciones del participante sin que éste se diera cuenta. He notado algo parecido en mi propia experiencia de centrar la atención en los pensamientos durante una práctica de Mindfulness (aunque, afortunadamente, conservo la conexión entre ambos lados de mi cerebro). Algunos pensamientos surgen de manera lógica y sé exactamente como uno ha dado lugar a otro. Otros pensamientos se presentan de manera completamente aleatoria pero los percibo como si tuvieran todo el sentido del mundo en ese preciso momento.
Según la selección natural de los animales sociales, las personas que pueden convencer a otras a colaborar tendrán más éxito en propagar sus genes (¡incluso los animales no sociales tienen que “colaborar” para reproducir!). Para que otra persona se fíe de ti, tiene que creer que vas a ser coherente. Una teoría de la psicología evolucionista es que la selección natural favorece a las personas que están convencidas por sus propias historias coherentes, porque así son aún más convincentes. Por lo tanto, el auto-concepto es un producto de la evolución. No obstante, esto no tiene por qué significar que nuestro auto-concepto sea cierto. Aunque es difícil aceptar que no seamos exactamente como pensamos que somos – ¿quién te conoce mejor que tú mismo/a? – es evidente que no podemos tener todos razón siempre.
Adapta o muere
Como es de esperar, las historias que más nos gustan son las que nos conciernen. ¿Cuántas veces empezamos una frase con “Pero yo…”, “En mi caso…” o “Lo que me pasa es que…”?
El peligro de identificarnos demasiado con nuestro auto-concepto es que nos puede restringir y hacernos muy rígidos. Si nuestra historia choca con la realidad, tenemos varias alternativas. Un ejemplo es cuando alguien nos critica, incluso cuando su intención es ayudarnos. ¿Rechazamos la crítica sin examinarla a fondo o decidimos conscientemente si hacerle caso o no? Podemos negar o ignorar la realidad, podemos intentar cambiarla o podemos adaptar nuestra historia a esa realidad. Si directamente negamos la realidad, perdemos información vital y, por lo tanto, la posibilidad de actuar de manera adecuada. Si no es posible cambiar la realidad pero no aceptamos que sea así, sufrimos por querer que las cosas sean de otra manera. Para poder saber si podemos cambiar la realidad o es mejor adaptar nuestra historia a ella, tenemos que estar abiertos a ver la situación con claridad, aunque exista la posibilidad de que vayamos a tener que cambiar nosotros mismos. A menudo la estrategia menos costosa a corto plazo es ignorar una realidad difícil o no deseada. Podemos acabar automatizando esta estrategia hasta el punto de ni darnos cuenta de cuándo la estamos empleando. La práctica de Mindfulness nos proporciona las herramientas para ver las cosas con claridad y aproximarnos a las que nos resultan difíciles con apertura, para que podamos actuar de la manera que más nos convenga. También Mindfulness nos permite ver con lucidez cómo se manifiestan las posibles resistencias ante el cambio, por ejemplo cuando nuestra percepción de los costes asociados con el cambio a corto plazo supera los beneficios.
Todos las historias cambian cuando las contamos. A veces cambiamos ligeramente una anécdota para que sea más graciosa y otras veces se cambia sin que nos demos cuenta (por el efecto del “teléfono roto”). Las historias “mejoradas” suelen dominar a las historias verdaderas como cualquier persona que haya usado Facebook puede constatar. ¿Te acuerdas de la mujer que se quemó con un café en su coche y que demandó a McDonalds por haberle servido el café demasiado caliente? Lo más probable es que conozcas la versión mejorada de la historia: una aprovechadora que iba conduciendo cuando el café se cayó encima y que vio una oportunidad de sacar un dineral de McDonalds. De hecho, se ha citado frecuentemente como un caso de litigio frívolo. La historia verdadera es que sí estaba en su coche pero no conducía cuando vertió el contenido y tuvo quemaduras del tercer grado que requirieron una operación de injerto de piel y tratamiento médico durante dos años. Incluso después de un documental exponiendo la verdad casi 20 años más tarde, la versión “mejorada” sigue circulando.
También nuestro historia de auto-concepto – nuestro “yo” – cambia de manera consciente o inconsciente. De nuevo, la práctica de Mindfulness nos permite ver cómo cambia y notar si hay resistencias innecesarias ante el cambio. Así podemos asegurarnos de que nos sirvan nuestras historias, en lugar de estar nosotros al servicio de ellas.
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